30.7.09

ser es ser percibido

El obispo Berkeley no podía tener idea de cómo serían las cosas a fines del milenio; menos aún de que su sentencia cumbre, “ser es ser percibido”, sería una máxima común, aunque a veces tácita.

Es cierto que todos necesitamos que otras personas nos “sostengan”; y que cuando estamos solos tendemos a dispersarnos, a dejar de ser uno: en la soledad, la ilusión de unidad se rompe y las diferentes voces que nos pueblan convierten los días en carnavales funestos. La unidad solo se recompone cuando las miradas de los otros vuelven a juntarse en uno, que entonces vuelve a ser uno mismo.

Martín: “Solo soy muchos; con otros soy yo, uno, uno mismo. Ser solo uno es una pobreza innecesaria.”

O bien: “Solo, podría ser quien quisiera y no importaría, podría ser una persona distinta cada día. Con los mismos amigos de siempre debo permanecer idéntico a mí mismo, pues sino no me reconocerían o les dejaría de gustar. Los otros son mi identidad; pero tener una identidad me aburre.”

Martín sabe que las personas, para existir, necesitan que otros las perciban y reconstruyan a diario lo que han sido. Específicamente, necesitan que otros oigan todo lo que tienen que decir, aunque sean babosadas; necesitan que otros vean la nueva ropa que visten, que huelan el nuevo perfume comprado ayer por una fortuna, que les den a diario esos abrazos hipócritas, inerciales, que los toquen como si de verdad les tuvieran cariño. Las personas, comúnmente, necesitan la percepción de los otros para sentirse alguien y creer que de verdad existen y que sus vidas tienen sentido: ser ese, este precisamente, ser X para los otros.

Al contrario, cuando están solas, sus egos se desvanecen en sus propias narices y lloran y tiemblan desconsoladas y maldicen al mundo. Ese llanto significa: “¿dónde están los otros para hacerme ser tal o cual? Solo no soy nada, ni siquiera existo para mí. Solo, no me reconozco.” Y empiezan a verse obsesivamente en los espejos y a hablar solos, como si de esa manera pudieran multiplicarse a sí mismas y ser a la vez uno y otros, el que percibe y el percibido.

¿Berkeley era un solitario?

Clara, por ejemplo. Su personalidad parece ser un producto directo de los elogios de sus amigas, de los discursos de su madre neurótica, de la persecución implacable de los hombres.

Es una mujer joven, de veintidós o veintitrés años. Estudia alguna ingeniería. Es extrovertida, simpática, está siempre totalmente a la moda y no sacrifica por nada sus fines de semana de juerga. Es hermosa, podría ser modelo, una Heidi Klum latinizada, y ella lo sabe y su vida, queriéndolo o no, ha llegado a girar en torno de su belleza. Desde muy pequeña, su padre (que se marchó, por cierto), y sus tíos y los amigos, todos... Se ha acostumbrado tanto a los piropos y a las miradas que cuando está sola por más de veinte minutos empieza a entrar en estado de pánico. En la soledad, pierde su “yo”. Es como si su yo residiera no en ella misma sino en los demás. Su personalidad existe en función de las miradas de los demás. Las percepciones de los otros son el estímulo o el alimento de su frágil consistencia: sin ellas su cuerpo se deshace, vibra como gelatina hasta que se derrumba en la cama.

Para Berkeley, todavía queda Dios cuando ya no hay nadie (humano) que nos perciba. Y Dios lo percibe todo y, gracias a Él, todo conserva su existencia, incluso los humanos, aunque viviéramos en la más inconcebible soledad.

Pero Clara no es creyente. Dios no puede salvarla de su ingravidez cuando no hay otras personas percibiéndola, haciéndola quien debe ser. Ella es literalmente para los otros, y ese es su máximo egoísmo, pues no es que se dé a los otros, sino que toma de ellos todo para ser, para que su yo se conserve lozano.

Los buenos creyentes hacen todo pensando que Dios los ve. Dios es el gran Otro que guía sus vidas, como a Clara sus amigos y pretendientes, con la diferencia de que en este caso las personas no tienen el poder omnisciente y omnipresente de Dios, ni su “bondad”, claro, y deben estar presentes para que la magia tenga efecto. Y, por supuesto, la magia es todavía más eficaz cuando se tienen atractivos físicos de otro mundo. Por eso Clara, cuando cumplió dieciocho, de regalo no les pidió a sus padres un auto, como la mayoría de sus amigos, sino un viaje a Venezuela durante las vacaciones: una redefinición de la nariz y un aumento de busto la dejarían entrar solemne y preparada a la adultez universitaria. (Obviamente nacer en cuna de oro no garantiza que el escote vaya a ser abundante, como todo lo demás.) Clara había sufrido esa carencia como una condena metafísica y física, grave y gravísima.

Es la época, las presiones de hoy día, hay que entenderla, cada época tiene sus presiones específicas para los adolescentes y quienes empiezan a vivir o a tratar de vivir por su cuenta. Clara no es para nada una arpía. Tampoco es tonta, solo es hija de su tiempo y se toma en serio su contexto: cumple su función en el orden del mundo.

A Martín le ha fascinado Clara desde el colegio. Pero sufre noche y día. Para él, Clara es el epítome de toda belleza posible, su cuerpo condensa los atributos armónicos y simétricos del atractivo femenino. Para Martín, Clara es un triunfo evolutivo. Y así como Clara necesita de los otros para mantenerse en su identidad, Martín necesita de Clara y solo de Clara para sentirse él, también, realizado y dueño de sí: para que la imagen del que sueña ser coincida con la realidad.

A diferencia de Clara, a Martín no le importa la soledad; es más, la disfruta y por eso la busca; y la usa para soñar que Clara es suya y solo suya. Martín tiene en común con Clara que tampoco él necesita de Dios. A Martín le parece obsceno que Dios pueda verlo y oírlo y estar siempre allí, por ejemplo cuando se masturba imaginándose con Clara, ¡qué clase de Dios tiene que estar metido en todo!

[Esto habría que mostrarlo al principio de la novela. O justo antes de que M. empezara a vivir sus fantasías: ser varios y no uno; es decir, antes de que empezara a enmascararse y a cambiar de personalidad noche a noche.]

Martín, en sí mismo, será un circo o carnaval...

¿Pero M. empieza a enmascararse por no tener a otros (amigos) ante quienes mantenerse idéntico? ¿O por haber elegido la soledad? Es decir, ¿M. es víctima de su contexto o más bien dueño de sí al elegir voluntariamente perderse de sí?

M. quiere saber si B. estaba equivocado, quiere quedarse completamente solo para ver si su existencia se mantiene o se desvanece...

Sin embargo, no consigue estar solo por mucho tiempo: él mismo llega a ser muchos. Su soledad se convierte en una multitud anónima, en la unidad de un nombre y múltiples personalidades. Cada día, cada noche, M. es otro y actúa como otro.

[Posible título de la novela: “Tantas máscaras, Martín”.]

A Martín, en el colegio, Clara lo rechazó, y varias veces. Martín es feo, es así de simple. Martín ensaya máscaras (personas) tratando de hallar una que le sea atractiva a Clara (a pesar de su apariencia física). Luego empieza a ensayarlas de verdad, no en la intimidad de su habitación sino en el mundo, en los bares, en la noche.

¿Martín y Clara podrían llegar a amarse?

[1996]

1 comentario:

  1. Si Martin se atreviera a hablarle y dejar de estar en la soledad, síiiiiiiiii.

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